Dos avestruces habían entablado una profunda amistad y se querían mucho. Estaba juntas a todas horas y no podían pasarse la una sin la otra. Sin embargo, había un problema entra ellas.
-¡Hoy tenemos que jugar a lo que yo quiera! —gritaba una, enojada.
-¡De eso nada, rica! Yo tengo más ingenio que tú para jugar, y por eso quiero ver qué tal nos sale este juego que te voy a explicar! —respondía la otra, rebelde.
Estas disputas eran diarias, pues ambas querían mandar e imponer sus ideas. Al terminar la jornada, las dos volvían a sus casas muy enfadadas. No habían conseguido jugar a nada y, además, cenaban de mala gana.
Al día siguiente, nada más encontrarse, se reconciliaban, pero sólo para volver a empezar con sus discusiones, apenas un rato después
Por fin, una de ellas tuvo la idea, poco después de la consabida e inútil reconciliación.
-Mira, hoy no vamos a jugar ni a lo que quiera yo, ni a lo que quieras tú. Es mejor que nos pongamos a hablar seriamente, a ver si llegamos a un acuerdo.
Por vez primera no hubo enfrentamientos. Ambas hicieron examen de conciencia. Y comprendieron que la única forma de arreglar la situación era jugar un día según quería la primera y al día siguiente según el gusto de la segunda. De esta manera no habría preferencias, ni peleas.
Al día siguiente pusieron en práctica esta idea, y nuca más volvieron a pelearse por asuntos de juegos. La amistad, para mantenerse, necesita con frecuencia de un diálogo, sincero y abierto. ¿No estáis de acuerdo, amiguitos?
Extraído: Una fábula para cada día