Los bebés recién nacidos aún no tienen sentido del tiempo ni del espacio: si una persona sale de su campo visual, ya no se acuerdan de ella. Cuando los padres los dejan solos un momento, puede ser que empiecen a llorar, pero aunque prefiera a mamá, no les importa quién acuda a consolarlos, siempre y cuando satisfaga sus necesidades. Sin embargo, al poco tiempo, el pequeño ya comienza a diferenciar a las personas conocidas de las desconocidas.
Primero las distingue a través del olor y de la voz, luego -sobre los cuatro meses- ya reconoce las caras. Si la relación entre padres e hijo funciona, el bebé ya sabe, a los pocos meses, que esas son las personas que cuidan de él y que siempre tienen una respuesta acertada ante esas sensaciones desagradables, como el hambre, el cansancio, un pañal mojado o la imperiosa necesidad de recibir mimos.
Y es entonces cuando el bebé empieza a inquietarse, si percibe que no están cerca o alguna persona desconocida se aproxima demasiado. Si existe o no un peligro real, es irrelevante para desencadenar su reacción de miedo. La mayoría de los chicos empieza a extrañar en torno de los ocho meses. Pero existen bebés que muestran reacciones adversas hacia desconocidos incluso a partir de los cuatro meses. Lo normal es que el miedo ante los extraños se vaya reduciendo, poco a poco, alrededor del año. Claro que también podemos encontrar algunos pequeños, pocos, que extrañan hasta los tres años.
No es conveniente reducir las relaciones sociales en esta etapa. Incluso algunos estudios revelan que los pequeños de madres con mucha actividad social suelen extrañar durante menos tiempo. Según suponen los investigadores, este efecto se debe justamente a que los pequeños ven y sienten que su mamá trata a otras personas de forma natural, sin miedo e, incluso, disfruta y se relaja relacionándose con los demás. Y sacan una conclusión: «Lo que le hace bien a mamá, no puede ser tan malo para mí».